Susana González Aktories: Presentación del libro «Galería de Palabras. La variedad de la ecfrasis» de Irene Artigas

Presentación del libro Galería de palabras. La variedad de la ecfrasis de Irene Artigas 21 de agosto de 2013 Salón de Actos, Facultad de Filosofía y Letras

Susana González Aktories

Agradezco a Irene Artigas la confianza de invitarme a presentar su libro Galería de palabras. La variedad de la ecfrasis. Más que presentarlo, lo vengo a celebrar, como las queridas colegas que me acompañan en esta mesa. Celebremos presentando, o para no desentonar con la temática del libro, celebremos re-presentando, pues hay que señalar que Galería de palabras es un libro que invita a su lector a mirar, y luego, a compartir lo que ha observado, aun cuando no haya realmente “visto” nada. Dicen quienes saben de libros que no hay que juzgarlos por su portada ¿Pero qué hacer cuando un libro nos hace guiños ya desde antes de haberlo abierto? Cabe aquí entonces un ejercicio ecfrástico, al menos, para hablar de lo que esa materialidad del libro transmite. La imagen de la portada, de María Artigas, como otras portadas sugerentes que ella realizó para la amplia colección “Pública” de Bonilla/Artigas editores, ahora en coedición con la FFyL y Vervuert, nos sugiere que aquí se trata de un recorrido, y que este recorrido deja una impresión: de algo cálido, por el uso del color; de algo determinado, por los trazos claros, en esas paralelas diagonales; de algo fugaz, que apenas se intuye, y si uno se descuida, se podrá escapar sin haber realmente reparado en lo que era. El título plantea otro nivel de lectura y otro reto para la mirada. “Galería” puede ser entendida –y aquí me remitiré a las entradas de diccionario- como “pieza larga y espaciosa, con muchas ventanas, o sostenida por columnas o pilares, que sirve para pasear o para colocar en ella cuadros, adornos y otros objetos.” También es un “corredor descubierto o con vidrieras, que da luz a las piezas interiores de las casas.” Puede referir a una “colección de pinturas” o a un “estudio de un fotógrafo profesional”. Pero también es un “camino subterráneo”, por ejemplo de una mina, que entre otras cosas sirve como vía de comunicación y en ocasiones como espacio de descanso. En una fortificación, las galerías facilitaban el ataque o la defensa. En los barcos, las galerías son esos espacios que se encuentran en el centro de la cubierta, y que conectan la proa con la popa. En el contexto teatral se entiende galería como el “paraíso del teatro“, o bien puede aludir a los propios espectadores que “concurren” a esos “paraísos”. En el mundo del arte es un “establecimiento dedicado a la exposición y venta de obras de arte” y en otro contexto comercial puede referirse –recordando a Walter Benjamin, del que la autora también hace eco en este libro- a pasajes interiores “con varios establecimientos comerciales” (Diccionario de la RAE, http://rae.es/). Sin embargo, no hay una entrada en el diccionario que nos indique cómo entender una “galería de palabras”. Pero después de leer el libro, esta noción, como una gran metáfora, se llena de sentidos, sentidos tan variados como los usos que ha tenido este término en la historia, sentidos tan diversos como los que nos ofrece Artigas cuando nos habla de la variedad de la ecfrasis. Galería de palabras parece así el título perfecto para describir ese lugar por el que la autora nos lleva y desde el que nos habla, siempre acompañándonos, iluminándonos siempre, haciéndonos ver más allá de las palabras. El libro se vuelve entonces un paseo por esa pieza larga y espaciosa llena de columnas y ventanas en donde se exhiben cuadros y objetos de todo tipo; es también, por momentos, el camino subterráneo y secreto de una mina o una fortaleza; el lugar dentro de ese mismo trayecto que sirve de descanso, de contemplación (y esta palabra no es nada gratuita). Pero no es menos ese corazón del barco que viaja por los mares atropellados de la historia del arte para arribar a esos poemas del siglo XX que le sirven de puerto; y es también, por qué no, un “paraíso”, un “teatro”, un espectáculo mágico de la representación, y aquel espacio que se nos abre en los aparadores cuando caminamos por un pasaje; o un estudio de algo así como una fotógrafa que trabaja con sustancias que activan meticulosos procesos de “revelado”, de esas palabras que son imágenes, que son cuadros… Si abrimos la solapa, encontramos otra oportunidad para ejercitar lo que en el libro con tanta meticulosidad y pasión se nos enseña. Nos referirnos al intento de recrear con palabras el retrato mismo de la autora que ahí aparece, ensimismada, coleccionista de momentos poéticos en su computadora, instalada en esa penumbra cálida de ámbar y ocre, con gesto de pianista que se dispone a tocar su teclado como quien inicia un paseo musical. Dos páginas y media ya entretenidas en no más que un intento de descripción de un objeto que es un libro, y que nos habla desde su portada. ¿Es esto realmente una ecfrasis?… Para ir más seguros, retomemos algunas palabras del libro: “Entendemos ‘ecfrasis’ como lo hace la crítica contemporánea que es ‘la representación verbal de una representación visual’” (p. 14), aquí Irene se suma a la definición que da James Heffernan, a partir de la que ella misma anuncia que se orientará. Así, podríamos suponer que hasta aquí vamos bien. Pero si nos vamos a otras constataciones que como curiosidades se recogen en el recorrido histórico por el que nos inicia Artigas al tema, podríamos en este momento dudar de este humilde intento ecfrástico de presentación. Por ejemplo, cuando seguimos a la autora por el camino de las divisiones y rivalidades que conlleva la ecfrasis. Retomando las reflexiones de Grant Scott, ella nos aclara que la ecfrasis está también “del lado del exceso y el error; se le asocia al trabajo floral y decorativo y a lo femenino. (…) se liga a lo irracional y hay que desconfiar de ella porque ‘decorar’ y ‘embellecer’ es hacer trabajo de mujeres.” (p. 43). Sí en este caso, un trabajo de mujeres… habría que advertir aquí, sin embargo, que toda relación que esta cita pudiera tener con la realidad de este texto de presentación “es mera coincidencia”. Vayamos al grano: no es el libro ni su portada lo que interesa presentar, sino las palabras que lo contienen y que nos hablan de lo que hacen, palabras que re-presentan, y al hacerlo, nos hacen, de nuevo, mirar. “Ahora bien, ¿cómo se debe estudiar la ecfrasis? –pregunta la autora retomado las inquietudes de Bernhard Scholz, y continúa con interrogantes como- ¿Por su disposición a crear un efecto particular en la mente del público, como la retórica clásica suponía? ¿Es, entonces, un elemento del texto, y no un texto completo? ¿O debemos estudiarla como un término para denominar un género (descriptivo) que debe estudiarse por su composición y tema? ¿se trata de un término que se refiere a la macroestructura de un texto y que, entonces, debe definirse de manera sintáctica y con respecto a los materiales que se ordenan de acuerdo a dicha macorestructura? ¿O es un tipo de texto que se define por su relación característica con otro texto? (…). En este trabajo exploraremos respuestas a estas preguntas y veremos cómo la ecfrasis ha sido considerada de todas estas formas.” (p. 15-16) Así suenan las grandes promesas introductorias del libro, pero después de leerlo, podemos confirmar que lo que aquí se anuncia, se ve cumplido a cabalidad y con asombroso lujo de detalle en el desarrollo. Pero lo que parece motivar la búsqueda, y lo que abre el camino no son las preguntas que exigen respuestas, sino la pasión y la sensibilidad con las que se resuelven en el texto para de ahí ofrecer una visión e iluminar aun los pasajes más subterráneos y oscuros, como los que pudiera resultar para el lector incauto el tránsito por el apartado teórico. La ecfrasis y sus variantes teóricas, aun las más herméticas, parecen en palabras de Irene un lugar afortunado de encuentro, de intercambio y de hallazgo. Nos movemos de la oscuridad de la mina a la clara pieza espaciosa y profunda, llena de ventanas, sostenida por pilares y columnas, por la que paseamos y vemos como Irene ha colocado en ella cuadros, adornos y otros objetos. En ese espacio confluyen y se contrastan posturas como las de Valerie Robillard, James Heffernan, Leo Spitzer, Jean Hagstrum, Tamar Yacobi, Peter Wagner, Claus Clüver, W.J.T. Mitchell, entre muchos otros especialistas. Después de transitar por la antesala teórica con la naturalidad de quien se siente en casa en estos temas y logra transmitir a sus lectores esa familiaridad, la autora del libro nos invita a continuar el paseo apasionante y evocador por la galería, en la que cada cuadro, como en toda exhibición que se precie, responde a otro formato y requiere de un marco –teórico– diferente. El paseo es pausado y la mirada se vuelve contemplación: minuciosa, aguda, brillante y hasta poética. Como en otro momento nos enseñaba Mussorgsky, hay que caminar para recorrer los cuadros de esta exhibición. Artigas muestra lo versada que puede ser no sólo en teoría literaria, sino como historiadora del arte, y aun como conocedora y curadora de la exposición temática de “paisajes”, “retratos” y “naturalezas muertas” que nos ofrece a la mirada. Lo que comenzamos a advertir en el cuerpo del libro son, por un lado, varias representaciones de paisajes: ya no los de Brueghel sino los de William Carlos Williams y Seamus Heaney; ya no los del Bosco sino los de Rafael Alberti. Somos luego introducidos a una serie de retratos verbales en la pluma de John Ashbery, Margaret Atwood y Derek Walcott. Concluimos el recorrido con los poemas que abordan las naturalezas muertas, de las que aprendemos que son consideradas todo un género en el ámbito de la pintura, y nos enteramos, de paso, que es el género “que más le gusta” a nuestra curadora. Ahí, desde su soledad y su silencio –no podríamos imaginar cuadros más mudos que éstos– la autora nos revela la riqueza de todo lo que comunican y cómo funcionan a partir de un complejo sistema de representación simbólica: la naturaleza muerta, nos indica Artigas, “se localiza en la intersección de tres zonas culturales”. Por un lado está “la de lo relacionado con la mesa, los interiores domésticos y los objetos que rodean al sujeto en su espacio doméstico»; luego, “la de los sistemas semióticos que codifican lo que ocurre en dichos espacios y los discursos que relacionan a estos eventos supuestamente ‘insignificantes’ con los espacios de la ideología, la sexualidad y la clase social”; y finalmente, “la de las técnicas y tradiciones pictóricas específicas para representar estos espacios” (p. 22). Por si esto fuera poco, la estudiosa se aventura a llevarnos por nuevos caminos, mostrándonos cómo estos temas entran en un relevo de mediaciones y traducciones, como si de cajas chinas se tratara. Así, no nos extraña que entre las naturalezas muertas que elige como parte de su colección aparezca la de Elizabeth Bishop, al traducir a Octavio Paz, quien a su vez traduce a verbo su experiencia de “Objetos y apariciones”, sugeridas por las cajas-collage-tridimensionales de Joseph Cornell, unas cajas que “funcionan gracias a semejanzas (…): globos, mapas, burbujas de jabón, constelaciones o grillos se asocian –como observa Irene– sutil, casi fantasmalmente; se trata de las apariciones mencionadas en el título del poema de Paz.” (p. 194). El paseo culmina con otro acercamiento sorprendente, en el que nos muestra cómo Olga Orozco revisita los botines de Van Gogh, sobre los que tanto se ha especulado, aun más allá de la poesía. Pero con todo ello, ¿acaso el retrato más fiel que se logra reconocer en estos apartados no es el de la propia Irene, quien deja aquí trazos de su persona, huellas de sus pasiones e indicios de sus pequeños y grandes hallazgos? Un retrato osado, cuyas palabras, al tiempo que exponen, se exponen a sí mismas, con la voluntad mostrativa que ello conlleva, pero también con el riesgo de fundirse en el proceso de “hacer presente” la experiencia de la imagen que recrean. Irene Artigas nos hace ver todo esto y más, arriesgando aun esas otras palabras, que muestran cómo todo esto sucede. ¿O no se aplicaría mejor a este panorama la metáfora del paisaje para hablar de ese mundo interior que la autora nos comparte, un mundo que se abre tras los bastidores de su propia galería, su espacio vital, “gabinete de una aficionada”, “room of her own”, ideado para reflexionar, crear, recrear imágenes portátiles que acomoda en un libro? ¿O será que en estas recámaras de coleccionista nos encontramos en realidad más cerca del discurso cifrado de las naturalezas muertas? Sea como sea, estas analogías se prestan, en este juego abismado de representaciones, a reconocer una imagen que es fiel a la figura de su autora. No en vano estamos pasando en esta presentación, de una descripción material del libro a asuntos más comprometidos y entreverados del “retrato hablado”. Y como todo retrato –parafraseando a Irene–, responde a un carácter contradictorio, como cualquier sistema semiótico representativo, al tener un referente externo y al mismo tiempo negar dicha referencia. Asumiendo el riesgo –con cierto “miedo ecfrástico”, es verdad–, este retrato hablado también alberga una “esperanza ecfrástica”… y si no es ésa, al menos será la esperanza a secas, de que el libro logre iluminar nuevas galerías, abrir nuevos pasajes y mostrar nuevas formas de ver a través de la palabra. Cierro el libro, regreso a la portada, y veo en letra discreta el nombre: Irene Artigas Albarelli. Recuerdo la primera vez que conscientemente lo leí en un artículo en mis incursiones en la ecfrasis, por cierto por recomendación de Luz Aurora Pimentel. Era un nombre en la página del que me hice amiga, incluso antes de asociarlo a la persona que ahora veo también retratada en el libro. Un nombre que se ha cargado de tantas historias. Mucho de lo que encuentro en este libro, ahora lo veo, me ha venido como pequeñas revelaciones aprendidas a lo largo de esta amistad que me une a Irene, y que se ha concretado en cursos que impartimos juntas en los últimos años, en los coloquios que organizamos, en el proyecto de un libro al que nos aventuramos, y ahora se concreta también en esta Galería de palabras que puedo llevar conmigo. Ahora que leo con todas sus letras lo que Irene compartía en nuestras conversaciones, aprendo a ver mejor y más lejos, aunque sigo sintiendo que algo se me escapa, como en la imagen de la portada. Algo que no deja de sorprenderme por su rareza, como esa combinación de erudición, de generosidad y de modestia que caracterizan a Irene. Algo que, a veces insignificante, un detalle apenas, se evade de la mirada distraída. Una vez más me encuentro ad-mirada de cómo la descripción puede volverse acontecimiento y el texto puede hacer del hallazgo un acto cómplice. Siempre de nuevo y poco a poco.

Por cierto, esto que ahora escribo no es una ecfrasis.