Irene Artigas Albarelli. Presentación del libro «De Perséfone a Pussycat» de Claudia Lucotti

¿Cuántas mitologías hacen una vida?

Orfeo (1)

Margaret Atwood

Caminabas frente a mí, llevándome de regreso a la luz verde que alguna vez sacó los colmillos y me mató.

Fui obediente, aunque insensible, como un brazo dormido; regresar al tiempo no fue elección mía.

Ya estaba acostumbrada al silencio. Algo se desplegó entre nosotros como un murmullo, como una cuerda: mi nombre anterior, estirado. Tenías tu vieja correa contigo, puedes llamarla amor, y tu voz de carne.

Ante tus ojos sostenías con firmeza la imagen de lo que querías de mí: que viviera otra vez. Esta esperanza tuya fue la que hizo que te siguiera.

Fui tu alucinación, escuchando y floral, y me cantabas: ya me crecía una nueva piel en la mortaja de neblina luminosa de mi otro cuerpo; ya había fango en mis manos y tenía sed.

Sólo podía ver la silueta de tu cabeza y hombros, negros al contraluz de la boca de la cueva, así que no pude mirar tu rostro cuando te volviste

para llamarme porque ya me habías perdido. Lo último que distinguí de ti fue un óvalo oscuro. Y, aunque supe que esta falla te lastimaría, tuve que replegarme como una polilla gris y dejarte ir.

No creíste que fuera algo más que tu eco.1

Quise empezar esta presentación del libro De Perséfone a Pussycat. Voz e identidad en la poesía de Margaret Atwood, de Claudia Lucotti, con esta pregunta y este poema como ejemplos de los rumbos a los que volver a leerlo me llevó. Y es que no sólo se trata de un texto muy crítico, agudo y completo de la poesía de Margaret Atwood, una de las voces más importantes de la literatura canadiense contemporánea, sino que es una revisión meticulosa de nociones fundamentales de lo que es la poesía, de cómo entenderla, de qué debe ser, desde la perspectiva de mujer, lectora, profesora, investigadora, en México, a principios del siglo XXI, de Lucotti. La historia de Orfeo en el poema de Atwood es la misma que ya sabemos, pero está contada desde Eurídice, desde otra parte y es esa otra parte del mito y su relación con la escritura una de todas las cosas que quedan subrayadas por el recorrido que hace Lucotti de las diferentes etapas de la poesía de la canadiense. Y es que De Perséfone a Pussycat… puede leerse como una revisión muy inteligente del papel que tienen el lugar y el mito en la escritura de esta poeta y en la configuración de identidades individuales y literarias. A partir de una primera contextualización biográfica, Lucotti lee a Atwood en su contingencia (Canadá, mediados y finales del siglo XX, mujer, escritora) y nos recuerda la importancia de nociones como las de voz, identidad y entorno para mapear su escritura y cuestionar qué es escribir desde un lugar. Para Lucotti, “voz” es el “yo poético”, la “persona poética” que escuchamos en el poema y que identifica con la voz misma de Atwood, ya que, incluso en “los casos en que la poeta hace uso de personajes que aparentemente no tienen nada que ver con ella” (14), por regla general se está refiriendo, en mayor o menor medida, a ella misma. Así, Lucotti se coloca en ese espacio crítico que no acata el mandamiento tradicional que prohíbe confundir el yo del poeta con esa voz que suena en el poema. Por otra parte, la “identidad”, para ella, es “en primer lugar un serie de características específicas que marcan a un individuo o una comunidad” (14), lo cual no significa que “estas características deban ser en absoluto homogéneas, ya que muchas veces resultan discordantes, incluso opuestas, además de que bien pueden recombinarse así como transformarse a lo largo del tiempo”(14). Estos dos conceptos y su forma de colocarse frente a ellos son los ejes de una cartografía que traza un espacio de cuestionamiento y construcción de mundos, un libro que es un lugar para pensar universales y particulares. Lucotti considera que en la poesía de Atwood puede encontrarse la huella irremediable de su entorno, de un lugar muy específico y de la conciencia de la importancia de la relación con el mismo. No por nada, por ejemplo, en el epígrafe al capítulo II (“The man came from nowhere/ and is going nowhere”) hace referencia a la importancia de venir de un lugar y de ir a otro, además de tener conciencia de ello (Los epígrafes de cada uno de las capítulos son verdaderas iluminaciones de lo que contienen). Lucotti nos explica cómo en los poemas de Atwood, el paisaje canadiense no es sólo un escenario, sino que la voz poética es una con él “y por lo tanto, el lago y el bosque no funcionan sólo como marco para una situación, sino que son parte central de esta voz poética. De hecho, el yo poético no podría ser sin el lago y el bosque, así como tampoco existiría el poema sin esta situación tan especial”(72). Esta aseveración surge de un conocimiento profundo del contexto de Atwood, de leer, por ejemplo a Northrop Frye y recuperar su idea de que a la “sensibilidad canadiense” le “causa menos perplejidad la pregunta ‘¿Quién soy?’, que un acertijo del tipo de ‘¿Dónde es aquí?’”(81). Comprenderse en términos de un entorno no es caer en los clichés de que Canadá es sólo una hoja de maple, sino habitarlos cuestionándolos y modificándolos. “Margaret Atwood […] pone en práctica una nueva forma de ver y relacionarse con los espacios a partir de una visión que combina el reconocimiento del hecho de que pertenecemos a un orden colectivo con una tendencia paralela de querer cuestionar ese orden de modo más particular” (98). Además de la revisión cuidadosa y recuperación de las otras voces sobre Atwood, y de la de la misma Atwood, de la traducción de todos los textos (en su mayoría hechas por Rocío Saucedo y la propia Lucotti), en este libro se encuentran momentos de franca y gozosa revelación. Por ejemplo, cuando se relata el momento en el cual a Atwood se le “avisa” que será escritora:

El día que me convertí en poeta fue un día soleado sin particular ominosidad. Iba caminando a través del campo de futbol, no debido a que estuviera interesada en los deportes o tuviera planes de fumar un cigarillo tras la caseta del campo –la única razón para ir ahí – sino porque era ésa mi ruta usual a casa desde la escuela. Me alejaba con mi usual estilo furtivo, sin sospechar nada malo, cuando un grande e invisible dedo pulgar descendió del cielo y presionó en la parte superior de mi cabeza. Se formó un poema. (26)

Gozosos son también el momento en el que Lucotti señala cómo Atwood subvierte la idea de que “escribir no es algo que se hace, sino que se es”, para decir que se es poeta por lo que se hace, y cuando, y aquí es donde me detendré un poco más porque es la parte que más me mueve del libro, reflexiona sobre el manejo del mito que hace Atwood, en el contexto de la literatura canadiense, y en el de la noción misma de poesía. Tomando en cuenta lo que Northrop Frye, James Reaney y Jay Macpherson elaboran en torno al mito, Lucotti analiza varias de las colecciones de Atwood y plantea un problema muy interesante de lo que puede ocurrir cuando éstos, los mitos, se reescriben. Sus ejemplos concretos son algunos de los poemas de Morning in the Burned House. Aquí presento uno para seguir con su argumentación y para compararlo con el de “Orfeo 1”, que es posterior.

“Crésida a Troilo: un obsequio” Me obligaste a darte obsequios venenosos. No puedo decirlo de otra manera. Todo lo dado fue para deshacerme de ti como si fueras un mendigo: Toma. Vete. La primera vez, la primera oración incluso fue en respuesta a tu reclamo silencioso y no por amor, y por tanto no un obsequio, sino para quitarte de encima, para que ya no subieras las escaleras y me acosaras furtivamente,

pues cada vez que volteaba, al regar los narcisos, o al cepillarme los dientes, ahí estabas, alcanzaba apenas a verte de reojo. Periférico. Flotante. Nadie jamás te dijo que la gula y el hambre no son lo mismo.

¿Cómo comenzó todo esto? Con Lástima, ese ángel livianito con sus húmedos ojos rosados y alas resbalosas de membrana mucosa. Causa tantos problemas

Pero nada de lo que te di te venía bien; era como el pan blanco para los peces de colores. Tragan y tragan y eso los mata, y flotan en la fuente, panza arriba, con expresión de asombro y haciéndonos sentir culpables como si su tóxica glotonería no fuera cosa de ellos.

Ahí sigues, afuera de la ventana, todavía con las manos extendidas, pálido y con ojos de pescado, comportándote como un ingenuo, como un muerto de hambre.

Bien. Ten esto entonces. Toma más cuerpo. Come y bebe. Sólo lograrás enfermarte. Enfermarte más. No tendrás cura.2

Lucotti considera que este poema “se construye a partir de la destrucción de mitos e ideologías que no permiten aprehender de manera acabada la realidad que nos ocupa, mostrando o recreando situaciones de manera irónica y por lo general exenta de trascendencia o de la presencia de un sentido único”(p.145). Para Claudia ésta es una salida poco satisfactoria que, aunque se justifica dentro de un marco feminista –lo cual no es poco, añadiría yo–, como poesía lleva a un punto en el cual la ironía, sin nada que la sustente más que la desarticulación de algún otro sistema, conduce al “reverso de la palabra, la no comunicación” (2002, 127). En estos textos, nos sentimos perdidos, incapaces de encontrar un lugar para nadie, de reconocer nada con claridad. Lucotti argumenta, siguiendo a Octavio Paz, que no es posible vivir sin correspondencias, sin sistemas que nos permitan “descifrar el universo para volver a cifrarlo”(130). De aquí, presenta lo que para ella debe hacer la poesía y lo que son la no poesía y la antipoesía en páginas realmente fascinantes que valoran y atesoran de manera muy justa las colecciones que siguieron a ésta de Atwood y en las que sí se logra volver a cifrar algo. Su lectura del poema “Not the moon” es sorprendente y resume muy bien lo que ella espera de un texto poético: “una luz … que ilumine…y deje flotando en el aire un cierto destello que podría incluso funcionar como representativo del rastro que deja tras de sí un poema que logra iluminar, que logra transmitir de modo íntegro, es decir, que logra ser poesía” (177). Y dicha iluminación se consigue conmoviendo al lector, “obligándolo a reposicionarse de entrada con respecto a lo que va a leer, y [poniendo] en funcionamiento no sólo el lado emotivo sino también el racional” (177). Estas reflexiones de Lucotti en torno al mito, la poesía de Atwood, la poesía en general y el papel que tienen en nuestras vidas, la colocan junto a pensadores como Roberto Calasso para quienes las mitologías son fluctuantes. Porque el mito es una hoja que cae del árbol, es el pleamar y la tormenta y puede ser una tabla de quesos, el rostro de una diva, un niño jugando futbol, un mosquito que no te deja dormir, un búho y una gatita, reconfortados porque la luna sigue estando ahí. El mito puede ser una máquina de plumas, un corazón de obsidiana, una caja llena de esperanza, una profecía que no sabemos leer. Un laberinto en el que nos perdemos, una muralla que nos separa. Es, y aquí no puedo evitar recordar a Adrienne Rich, a quien Atwood leyó con pasión y de quién aprendió una perspectiva, un tesoro del naufragio. Una simulación de lo privado aislada en lo universal. Densidad camuflada en transparencia. El mito es una analogía que se sostiene y no por eso deja de cuestionar y conformar el mundo; una analogía que se constituye como una forma de llegar más allá de “nuestras actuales limitaciones mentales”. Eso es lo que Lucotti encuentra en gran parte de la poesía de Atwood y la utilización del mito es sólo una manera de explicar su asombro ante el trabajo de esta escritora y de enseñarnos a leerla. Porque eso es lo que Lucotti hace en este libro: enseñarnos a leer: con profundidad, con respeto, con distancia crítica y con una ética consciente de que la literatura es una especie de terapia no sólo de los deseos sino de las visiones, de lo más individual y de lo colectivo. Gracias, Lucotti. Otra vez, muchas gracias. NOTAS 1.-La traducción es mía. El poema en inglés fue tomado de Atwood, Margaret. 1987. Selected Poems II. Poems Selected & New. Boston: Houghton Mifflin Company. 2.-La traducción es de Claudia Lucotti y se incluye en el libro que presentamos (144).