En charla con Luz Aurora Pimentel

A mediados de los años sesenta, Margarita Quijano veía la posibilidad de establecer un convenio con la Fundación Rockefeller para fortalecer ciertas áreas de letras y de teatro en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, pero Francisco Larroyo, el entonces director de la Facultad, opinaba que, en el caso de la Literatura Comparada, eran gestiones innecesarias y que México no necesitaba de un posgrado de esa naturaleza. A pesar de ello Margarita –quien tenía la virtud de la tenacidad para no dejarse desanimar por este tipo de opiniones– continuó peleando por el convenio, y en 1966 finalmente consiguió el apoyo. Se crearon así el llamado teatro Wagner, que hoy día sigue funcionando como parte del área de Literatura y Arte Dramático, y el primer laboratorio de lenguas, que se ubicó a un lado del teatro y sirvió al área de Letras Modernas Inglesas, y más tarde, al Centro de Estudios de Lenguas Extranjeras (CELE). Hoy el laboratorio ya no se encuentra ahí, pues migró junto con el Centro cuando éste se independizó de la Facultad.

Puedo decir que también yo llegué en esta etapa a la Literatura Comparada, por Margarita Quijano, durante mis estudios de licenciatura. Ella entonces ya impartía un seminario de Literatura Comparada y hacía estudios comparativos sumamente interesantes entre los griegos y O’Neill, Camus o Sartre, por ejemplo. Esto resultó estimulante, y me llevó a darle a mi tesis –aunque era de letras inglesas– un giro comparatista, porque versaba sobre el existencialismo en el teatro, un asunto que implicaba analizar el teatro de Sartre y Camus, y confrontarlo con el de Beckett, Adamov, Pinter y todos los autores del teatro del absurdo. Implicó, también, ver los principios dramáticos aplicados en el teatro existencialista y los implicados en el teatro del absurdo. Desde luego, el pretexto para que fuera de letras inglesas era Beckett, el menos inglés de los escritores de la literatura inglesa. Ahí estaban Albee, Pinter, Ionesco, Genette y Adamov; Sartre y Camus. Abordé la filosofía de Kierkegaard y La Náusea de Sartre. Era, en suma, un cruce del drama con la filosofía. Después me fui a hacer la maestría a Inglaterra y más tarde quise realizar un doctorado en Literatura Comparada, pues sentí  la inquietud de profundizar en aquella área.

Mientras yo estudiaba en Inglaterra, a principios de los setenta, el Dr. Óscar Zorrilla  creó el Centro de Investigaciones en Letras Modernas y Arte Dramático (CILMAD), que –sin incluir a las clásicas– agrupaba todas las literaturas extranjeras. Esa fue la semilla para la posterior creación del Colegio de Letras Modernas. Anteriormente, cada carrera constituía un departamento separado e independiente, con sus respectivos jefes: Mariana Oeste de Bopp en letras alemanas; Marianina Montalvo en italianas; Juvencio López Vázquez en francesas; Margarita Quijano y Enriqueta González Padilla en letras inglesas.  La creación de este Colegio tuvo dos virtudes: la primera fue que se unificaron en 1974 los planes de estudio en uno solo, del que fue en su mayor parte responsable intelectual Colin White. Y la segunda, que los jefes de departamento respondían ante una sola coordinación que los vinculaba, inicialmente con el mismo Óscar Zorrilla al frente.

Recuerdo que cuando me fui a hacer mis estudios de posgrado en la Universidad de Harvard, a finales de los setenta, Margarita Quijano estaba determinada a hacer extender al posgrado los esfuerzos que habían valido para la licenciatura, y a dar el siguiente paso en la conformación de un programa de Literatura Comparada. Óscar Zorrilla por supuesto simpatizó con esta iniciativa. Lo primero que se tenía que hacer era sentar las bases y definir los objetivos académicos del programa, de modo que se conformó un equipo de profesores para el proyecto. En este grupo participaron Federico Patán, Flora Botton, Cecilia Tercero, Angelina Muñiz y Dietrich Rall, coordinados por el Dr. Zorrilla. La serie de reuniones que tuvieron se extendió por un largo periodo de tiempo, pues había que empezar desde lo más fundamental, que era documentarse sobre los diversos programas de Literatura Comparada en otras universidades, y luego discutir cuál sería la orientación que regiría esta disciplina en la Facultad, que ahora se encontraba bajo la dirección de Abelardo Villegas.

Fuimos muy meticulosos y exigentes en nuestro segundo intento, procurando cumplir con todas las exigencias administrativas del Consejo Técnico, y en 1989 —siete años después de comisiones y bloqueos— por fin pudimos arrancar el programa de Posgrado en Literatura Comparada, con buenos augurios, porque a la gente le pareció muy atractiva la idea. El programa tenía lineamientos internos muy precisos, para sistematizar los conocimientos de dos tradiciones literarias para la maestría y tres para el doctorado, evitando de esa manera el diletantismo que consiste en lecturas inconexas y superficiales. De este modo, en la maestría, se presuponía que los alumnos ya conocían una primera literatura –ya fueran las letras hispánicas, inglesas, francesas, italianas, alemanas o clásicas–, y se construían de manera más o menos sistemática conocimientos en una segunda literatura con acotamientos, ya que no se puede esperar que el alumno la maneje completamente. Así, de esa segunda literatura se elegían por ejemplo un periodo, un género y una tradición literaria.

Naturalmente, no era ni posible ni previsible ofrecer cursos con todas las combinaciones posibles. Esas combinaciones se harían, de manera personalizada, en la tutorías. El plan de estudios proponía rubros más amplios que permitieran ofrecer algunas combinatorias: poesía comparada, literatura dramática comparada y narrativa comparada. El énfasis del posgrado estribaba además en la teoría: la general, que era la de Literatura Comparada, pero también había teoría narrativa, teoría poética, teoría dramática y teoría de los géneros. Esta orientación teórica permitía sistematizar incluso los ejercicios de acercamiento comparatista que el alumno hiciera a lo largo del posgrado.

Para cubrir las necesidades específicas de cada uno, se instituyeron las tutorías –diferentes a las de ahora–, que fueron muy eficaces. En éstas, el primer año se incitaba al alumno únicamente a leer y a establecer la sistematicidad en el género y el periodo de literatura de ese segundo idioma. Y no era sino hasta el segundo año cuando se proponía un tema de tesis, una vez que ya se había sistematizado ese conocimiento de la segunda literatura. Evidentemente, se le pedía al tutor de cada estudiante que hiciera un reporte cada semestre, una suerte de informe de lecturas del alumno. Y todas esas lecturas estaban orientadas a proponer de forma gradual un tema de tesis que fuera comparatista; no era obligatorio nada más entre las dos literaturas que se estaban estudiando, sino había la posibilidad de que el proyecto de tesis abordara un problema teórico, o de relación entre la literatura y otras artes, u otras disciplinas. Fueron esfuerzos heroicos para entusiasmar a los profesores que no habían trabajado directamente en la consolidación inicial del proyecto, y hacer que adoptaran esta filosofía y a estas dinámicas de trabajo, antes nada comunes en el posgrado. Hubo casos como el de Horácio Costa, espléndido comparatista, quien a pesar de estar en el SUA se vinculó con gran entusiasmo a este posgrado e hizo aportes muy buenos que beneficiaron a la formación de los alumnos.

Era claro para nosotros que nunca iba a ser un posgrado numeroso en estudiantes, ante todo por la exigencia de los idiomas: ya en el doctorado, se trataba incluso de construir una tercera literatura con un tercer idioma sobre esas mismas bases. Y aunque nunca llegó a ser un posgrado multitudinario, fue muy atractivo porque, además, atrajo a gente de disciplinas muy diversas: había químicos, físicos, como Ana María Sánchez; patólogos, psiquiatras, como Reina Paniagua, por sólo mencionar algunos de esos estudiantes que llegaron con un bagaje intelectual y profesional tan diverso que les permitía desarrollar una perspectiva interesante sobre la literatura. A todos ellos, por supuesto, también se les exigía que tuvieran una primera literatura y que pudieran construir la segunda, por lo que a veces se les pedían algunos prerrequisitos que debían estudiar en la licenciatura. Todo esto estaba naturalmente contemplado en los reglamentos y en los formatos de inscripción, donde las preguntas obligadas eran: ¿Cuál fue su licenciatura? ¿De qué trató su tesis? ¿Cuál va a ser su segunda literatura? ¿En qué idioma? ¿Qué género? ¿Qué período?

Estuve de directora de 1989 a 1996 –cuando tomó la estafeta Rosa Beltrán–, y debo decir que resultaba complicado saber quién estaba haciendo qué estudio, porque ya no había aquella distinción entre letras inglesas o italianas, sino ejercicios comparativistas: literatura inglesa e italiana, o letras italianas y la tradición española. Pero el posgrado en comparada marchaba bien. Hubo incluso la posibilidad de invitar a notables investigadores del área –tales como Mario Valdés, Jean Bessière, Daniel Chamberlain, entre otros–,  y aunque todavía no existían las Cátedras Extraordinarias, había programas de fomento al posgrado y con ello muchas veces el presupuesto suficiente para invitar a lectores de otras universidades.

Desde luego, existían cosas que encontramos que se podían mejorar en ese programa, como ser más rigurosos con el control de las tutorías, etc. Sin embargo, en 1999 vino un inesperado cambio durante la huelga de la UNAM, en el que se fundieron todos los posgrados en letras, de modo que la maestría en Literatura Comparada pronto amenazó con acabarse. La disyuntiva que se impuso fue ésta: fundirse en un posgrado más general o desaparecer; resultó que también esta primera opción nos llevó al mismo desenlace, una desaparición, aunque quizá más lenta, en la que la Literatura Comparada perdió su rostro, su identidad y su rigor; quedó, en ese nuevo plan de estudios, como una “opción”. Los otros posgrados en letras modernas se apoyaron, con esta fusión, en lo que quedó de la Literatura Comparada, pero sin los rigurosos controles de los idiomas ni el apoyo de las tutorías (llegará el momento en que se piense que el posgrado en letras modernas y el posgrado en Literatura Comparada son lo mismo). Pero para nosotros fue claro que las prácticas comparatistas se volvieron más diletantes y los alumnos no profundizaban siquiera en una de las literaturas, ya sea inglesa, francesa o alemana: se leía por ejemplo un poco de Borges y otro poco de Hawthorne y entonces se decía que se era comparatista, aunque no se hubiera leído ningún otro texto de literatura norteamericana jamás. En el programa anterior, las tutorías aseguraban que eso no sucediera, que hubiera una construcción sistemática de la segunda literatura, aunque fuera en un territorio muy acotado, por el género y la época.

En suma, a pesar de tanto esfuerzo, el posgrado en comparada no pudo cumplir oficialmente siquiera los diez años de existencia… Pero mirando hacia atrás, vemos que nuestra iniciativa dio grandes frutos, pues en ese periodo egresó gente tan valiosa como José Ricardo Chaves –él es uno de los maravillosos ejemplos de ese plan de estudios–, Gabriel Weisz o Alfredo Michel. Otros más, como Irene Artigas, salieron después del colapso del programa de Literatura Comparada. Y aunque en general se ha perdido toda sistematicidad en los ejercicios comparativos, gracias a maestros como éstos, se asegura en cierta medida que todavía haya algún rigor, aunque creo que en el camino se perdió la identidad de la Literatura Comparada.

Con respecto a lo que ocurre ahora, me da mucha esperanza que haya grupos permanentes de trabajo y de investigación como el Seminario de Teoría Literaria, en el que participan varias mujeres, profesoras de la Facultad, que están haciendo teoría literaria de forma seria y que entre otras cosas decidieron retomar la estafeta de la revista Poligrafías, misma que fundamos en los años de auge y que estaba especializada en Literatura Comparada. Si Poligrafías revive, la Literatura Comparada también lo hará en la Facultad.

El problema actual es que la Literatura Comparada está encajonada en un posgrado único, donde sólo parece ser una “orientación”. Por otro lado, desde la perspectiva internacional, los estudios de Literatura Comparada también están sucumbiendo ante el embate de los estudios culturales. Una de las características de la Literatura Comparada es su carácter interdisciplinario, pero por lo menos hasta ahora el punto de partida y el de arribo siempre era la literatura. Con los estudios culturales eso ya no es posible, lo cual es muy grave: ahora tenemos por ejemplo la queer theory,  políticas de género… y cuando nos damos cuenta, ya estamos incursionando en terrenos de la sociología, la psicología o la psicología social, abandonando el eje central que era la literatura, misma que ahora navega a la deriva. El problema es, pues, dual: primero, estamos encajonados en un programa que no tiene forma y, segundo, estamos siendo literalmente absorbidos por los estudios culturales.

Para que la Literatura Comparada se salvara, tendría que recuperar un perfil que la hiciera diferente de los otros posgrados. Y es que no puede ser un mismo posgrado por esas características que, además, hacen de la Literatura Comparada un proyecto más difícil para el alumno, donde el idioma no sea sólo requisito sino componente medular del programa. No puede ser de otro modo.

Ahora bien, hay otro problema muy grave, en el que nunca se pusieron de acuerdo los comparatistas: ¿la literatura latinoamericana es Literatura Comparada o no? Pienso que sí. Es decir, si la Literatura Comparada se define como un estudio de la literatura plurilingüístico, multicultural e interdisciplinario, el estudio de la literatura latinoamericana carece de este aspecto plurilingüístico. Pero estoy convencida de que la literatura latinoamericana es Literatura Comparada porque se caracteriza por otros rasgos importantes: la multiculturalidad y la interdisciplinariedad. Y si volvemos a lo plurilingüístico, creo que es requisito indispensable que aquellos que estudian Literatura Comparada, sin importar la combinación de tradiciones literarias, tengan un buen manejo de otros idiomas como el inglés o el francés, cuando menos que puedan leerlos. Porque entonces estarán haciendo un estudio, en el caso de la literatura latinoamericana, con el debido acceso a la amplísima bibliografía que en este campo se ha escrito también en otras lenguas —habría que recordar, aunque sea de pasada, que los “estudios latinoamericanos” como disciplina académica son una invención de la academia norteamericana y que, por ello, hay grandes estudios teóricos y críticos al respecto, escritos en inglés. Los alumnos no pueden prescindir del dominio de otros idiomas, pues no es posible que un profesor dé su clase, proponga una bibliografía en inglés, y la mitad del grupo no sepa leer en tal idioma. Como ahora la Literatura Comparada es sólo una orientación no puede asegurarse que quien ingresa al posgrado realmente sea capaz de manejar una bibliografía crítica por lo menos en inglés, aunque sería ideal también en francés o, incluso, en alemán. También debería hacerse una plantilla de tutores de esa orientación en Literatura Comparada que regresaran a esos lineamientos, revisando cuál es la primera literatura con la que cuenta cada alumno, cuál es su segunda literatura; también, cuál es el paquete literario del que el alumno se ocupará. No deberían ser temas escogidos por mero arbitrio del alumno. Ahora bien, también hay otra forma de ver lo que parece un problema porque, en realidad, el requisito ya está. En la licenciatura piden un idioma extranjero y en posgrado, el otro. Habría que asegurarnos con mayor rigor de que en verdad se cumpliera a cabalidad lo anterior.

Otra cosa que se podría hacer en el marco de este amplio posgrado es mantener un grupo selecto de los que tengan orientación en Literatura Comparada y darles un seguimiento y apoyo particular, como grupo. Otros alumnos del mismo posgrado que no tuvieran esa orientación de comparada, no gozarían de esos mismos privilegios, como sesiones grupales, charlas especializadas, seguimiento cuidadoso en el que se les ofrecieran los instrumentos de trabajo comparatista, posibilidad de interactuar como grupo. Con ellos se podría preparar publicaciones colectivas, en las que se difundieran tanto sus trabajos bien revisados, como lo que nosotros como profesores e investigadores estamos realizando actualmente. Incluso se podría proponer la designación de tutores exclusivos para Literatura Comparada que tuvieran esa disposición y esa actitud colegiada. Y aunque los alumnos acabaran trabajando con cualquier literatura, no con la segunda necesariamente, y comparándola con música, con artes plásticas, con filosofía, habría que asegurar que el punto de partida y el de arribo fuera la literatura; de otro modo no tendría sentido.

En lo que respecta a las publicaciones, sería necesario involucrarse más con la revista Poligrafías como órgano especializado de publicación. También, con el Anuario de Letras Modernas. Han sido y siguen siendo dos vías importantes de publicación de este tipo de estudios literarios interdisciplinarios en nuestra Facultad.

Aun cuando las líneas de investigación comparatista siempre han dependido del trabajo individual del investigador, tal vez ahora ya se podrían ampliar, por lo menos, a un conjunto de temáticas que se pudieran profundizar en pequeños grupos: las que son exclusivamente literarias, las que relacionan a la literatura con una disciplina determinada, incluso con la ciencia, como literatura y física; o literatura y psicoanálisis; o literatura y otras artes. Y dentro de esas artes, obras plásticas, música y teatro. Naturalmente, no podemos abarcarlo todo, pero sí ir encontrando aquello que distingue o ha distinguido al área de comparada en nuestra Facultad y, más allá de ello, en las otras dependencias de la UNAM que también se interesan en el área, como el Instituto de Investigaciones Filológicas. También sería interesante proponer hacia qué otras líneas de exploración podemos orientar el trabajo futuro, organizando conferencias con temas de actualidad, o módulos interdisciplinarios de forma co-impartida. Yo sería capaz de dar un módulo de novela inglesa y francesa del siglo XIX, por ejemplo.

Como académicos, podríamos ser más conscientes acerca de qué están trabajando los demás, y acerca de las líneas posibles o combinatorias posibles que cada quien es capaz de asesorar. Podrían darse conferencias al respecto, o módulos.