En charla con Flora Botton

En la Facultad, quien empezó con la Literatura Comparada fue Angelina Muñiz, alrededor de 1979 o 1980, pero luego ella se enfermó y la iniciativa se fue diluyendo hasta que la retomó Luz Aurora Pimentel hacia finales de los ochenta. De ese proceso que duró casi una década recuerdo cosas sueltas; por ejemplo, que en aquellos primeros años Federico Patán, Cecilia Tercero, Horacio López Suárez y yo nos animamos a dar un seminario en posgrado sobre el tema del Don Juan. Federico hablaba del Don Juan de Byron; Cecilia, del de Goethe; Horacio se centraba en los de Zorrilla y Tirso; y yo me enfocaba en el de Molière. Esa fue una de las primeras iniciativas colectivas genuinamente comparatistas en las que yo participé.

Si bien la Literatura Comparada en los años ochenta se orientaba al estudio de dos tradiciones literarias en lenguas diferentes, para mí el comparar a dos autores latinoamericanos era tan comparatismo como contrastar a Shakespeare y Cervantes. Nunca me ha parecido que hubiera una diferencia esencial. Y llevándolo más lejos, creo que es difícil estudiar literatura sin hacer comparatismo. Al menos en lo que a mí respecta, no recuerdo haber leído nunca un libro sin que me hiciera pensar en otro autor, en otra obra. Por otra parte, no estoy segura de que Literatura Comparada se pueda definir como una especialidad, pues de hecho es lo contrario: la entrada a la interdisciplinariedad y la comunicación con otras ramas de las humanidades en general. Mi vena es la lectura y el estudio de lo que leo, obviamente hay un trasfondo teórico, pero para mí la teoría no es un fin, sino un medio.

Los principales temas que he trabajado se me han ido imponiendo por diversas coyunturas y casualidades, y abarcan desde lo fantástico hasta la censura, pasando por la concepción de historia en la novela histórica o el feminismo en literatura. En asuntos de literatura fantástica, me fui metiendo poco a poco, y terminé escribiendo mi tesis doctoral que se publicó bajo el título Los juegos fantásticos en 1983 y se reeditó por segunda vez casi diez años después. Sobre literatura y  censura, que casi siempre está ligada a cuestiones políticas y morales, es un tema que me interesó sobre todo al encontrarme con situaciones extrañas de traducción, pero que en el fondo es un tema de Literatura Comparada muy importante.

Una anécdota curiosa se remonta a aquella ocasión, hace algunos años, en donde leíamos las Tribulaciones del estudiante Törless en un curso de literatura europea, y resultó que algunos estudiantes tenían el libro en español, otros en inglés, alguno en francés, pero nadie en alemán. De repente fueron surgiendo discusiones en clase debido a las notables diferencias textuales que había entre las diversas traducciones, muchas de las cuales tenían una censura política. Otro caso de censura se refiere al teatro durante el franquismo, no sólo teatro español, sino también teatro extranjero. Son interesantes los cambios que se hicieron, digamos, en El gato sobre el tejado caliente –tema que por cierto derivó en una tesis de una estudiante mía–, porque algunos parlamentos anticlericales se omitieron en España en la época franquista. Yo misma hice un par de artículos con hallazgos del mismo tipo, por ejemplo sobre una de las traducciones de Dafnis y Cloe, de Longo. Resulta que la primera traducción al español es de don Juan Valera, a quien le fascina esta novelita, pero en el proceso la cambia, porque reprueba la homosexualidad. Entonces, en vez de tener un personaje proveniente de la ciudad  que se enamora de un pastor llamado Dafnis –y esto incluso daría para un estudio comparativo de temas sobre ciudad versus campo–,  lo hace enamorarse de Cloe y erige a Dafnis como su defensor. Vemos, pues, que esto no tiene nada que ver con las intenciones originales en la trama de Longo. Ahora bien, esta traducción es anterior al franquismo y la censura se debe a los valores morales del traductor.

Otro ejemplo, aunque en este caso no propiamente de censura, es la traducción al español hecha por Mariano José Sicilia de El último abencerraje de Chateaubriand. Este granadino residente en París se apasiona por traducir al español las aventuras del último abencerraje, pero le parece que Chateaubriand no conoce lo suficientemente bien España, de modo que decide hacer algunos cambios: añade descripciones larguísimas de Granada y del Generalife que no están en el original; incluye personajes, pues considera imposible que en determinadas circunstancias una dama como doña Blanca estuviera sola con el moro: debía haber más gente alrededor; cambia incluso la edad y el lugar de origen del abencerraje. En fin, hace toda una serie de cambios en nombre de su amor a España, enmendando la plana a Chateaubriand, pero sin presentar su versión como una adaptación, sino como legítima traducción. Tanto él como Juan Valera escriben prólogos detalladísimos en los que explican sus decisiones, porque lejos de engañar o de falsear, lo que están haciendo les parece perfectamente legítimo. Todo ello implica, sin duda, un acercamiento de tipo comparatista.

Respecto a la novela histórica, me ha servido para reflexionar sobre cómo las novelas se apropian o recrean la historia. Así me acerqué a Las memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar o a la novela de Amin Maalouf, León el Africano. Ahí hay toda una serie de transformaciones y de puntos de contacto fascinantes. La primera vez que leí León el Africano, pensé que, si no el personaje, sí varios episodios de los que habla Maalouf, aunque son fruto de su cosecha, también están perfectamente documentados. Otro ejemplo es la visión esclarecedora que se ofrece de la historia en alguna novela. Soy apasionada de la literatura policiaca, y en este marco me encontré con una escritora inglesa llamada Josephine Tey, quien escribió una novela titulada La hija del tiempo (The Daughter of Time), título que por cierto remite a una cita de Sir Francis Bacon. Por una serie de circunstancias –porque está enfermo, porque tiene una pierna rota– su detective se pone a leer sobre Ricardo III, el jorobado de Shakespeare. Y con la asistencia de varios ayudantes que sí se pueden mover, ir a bibliotecas, etc., va descubriendo que Ricardo III, para empezar, ni siquiera era jorobado; segundo, que no mató a los sobrinos; tercero, que era un excelente estadista y muy amado por su pueblo. Las historias contemporáneas de Ricardo III realmente no existen, la historia que se vuelve autoridad es la de Tomás Moro, quien tenía cerca de diez años cuando murió Ricardo y se volvió el historiador de los sucesores de esta figura. Todo su interés está en hacer quedar bien a su rey y mal al monstruo de Ricardo. Luego llega Shakespeare, quien contribuye su parte. Y todos esos libros que le traen de la biblioteca al detective concebido por Tey son reales. Eso está muy bien documentado: no es invento de la novelista. El gran tema aquí para el estudioso son las transformaciones de la historia, y la serie de relaciones que de ahí se pueden desprender, como en este caso, yo las encuentro absolutamente fascinantes. El pequeño tema en cuanto a esa novela es Ricardo III; muy bien, pero igual puede ser Ricardo III que Julio César, que San Martín. Entonces puede ser que un historiador sostenga que la historia es tal, pero en los documentos históricos, contemporáneos y fidedignos, se ve que no ocurrió nada de esto.

Sobre la literatura femenina, encuentro que también tiene que ver con comparaciones. Desde hace años formo parte de un seminario permanente de traducción, en donde casualmente varias de sus integrantes hemos trabajado en literatura femenina a partir de la crítica literaria feminista y también la femenina. He hecho un par de seminarios para letras francesas sobre escritoras francesas de distintas épocas, de la Edad Media al siglo XX. De ahí ha surgido el tema masculino-femenino visto de maneras muy diferentes. Por ejemplo, acabo de leer una novela de la escritora africana Chimamanda Ngozi Adichie, La mitad de un sol amarillo (Half of a Yellow Sun), en la que se relata la historia de Nigeria y de Biafra. Me parece que los personajes femeninos creados por una mujer suelen tener mucho más cuerpo, mucha más profundidad, muchas facetas más que los masculinos. Ahora estoy terminando de leer una novela de un hombre que habla en primera persona durante gran parte de la novela, y luego, después de su muerte, retoma la historia otro que le habla de tú al personaje muerto, porque está buscando sus papeles, sus cosas, va a su casa, etc. Y ahí si no sabes que es de una mujer, no te lo sospechas. Ahí los personajes masculinos tienen una carne y una profundidad asombrosa. Y, sin embargo, son obra de una mujer. Ese es un tema que siento que no se ha estudiado suficientemente en el ámbito de la literatura femenina.

Como ya he dicho, mi otro caballito de batalla dentro del campo de la Literatura Comparada ha sido la traducción. De hecho, fue para el Compendio de Literatura Comparada de Pierre Brunel e Yves Chevrel, editado primero en francés en 1989 y cinco años después en su traducción al español, que me pidieron un artículo sobre la traducción abordado desde una perspectiva sociológica, y partiendo de mi contexto inmediato, el mexicano. Recuerdo que presenté un panorama general sin centrarme en reflexiones teóricas demasiado profundas, de modo que hoy mucho de lo que ahí escribí parece rebasado o incluso obvio, pero en su momento sí se volvió un texto de referencia.

En lo que respecta a las nuevas tendencias de la Literatura Comparada, me parece que se han desplazado mucho más hacia otras disciplinas. Esta es la época de la interdisciplinariedad, porque se piensa que los campos deben abrirse hacia el resto del universo y que eso ayuda a comprender el propio campo. La tendencia es a tomar cada vez más consciencia de que las cosas más simples no lo son tanto, que son muy complejas y que hay que entender esa complejidad. Así se explica, quizá, el que hoy en día interese más la búsqueda de relaciones interartísticas como la literatura y la música o la literatura y la pintura. Pero no hay que olvidar tampoco que la apertura hacia otras artes lleva ya un tiempo. Recuerdo a propósito de esto uno de mis cursos sobre escritores de origen extranjero que escriben en francés, donde vimos una novela gráfica que se hizo película: Persépolis. Es una novela interesantísima. Podrán decirme que la novela gráfica muchas veces no tiene profundidad –y quizá estaría de acuerdo–, pero ¿cuánta gente ha entrado a la literatura por medio de los cómics? Una muestra fabulosa de tipo intertextual que refiere a la importancia de los cómics en la cultura se encuentra, sobre todo para lectores de mi generación, en una novela de Eco que se llama La misteriosa llama de la reina Luana. La trama grosso modo gira en torno a un personaje que recibe un golpe en la cabeza, queda inconsciente y despierta amnésico. No reconoce a su mujer, ni a sus hijos, no sabe quién es. Se pone a tratar de recordar, y una de las cosas que hace es ir a la casa donde nació y donde creció, al desván, a sacar los libros que leyó de niño. Entra así en una orgía de rememoración que me resultó contagiosa, porque los que leyó Eco de niño son en gran parte los mismos que también yo leí de niña. Cosas como De los Apeninos a los Andes, El pequeño vigía lombardo; cómics: Mandrake el mago, etc. Y hasta cierto punto es una revaloración de los cómics, pues éstos tienen dentro de la reconstitución de su memoria la misma fuerza e importancia que algunas novelas. Revalorar en una obra como la de Eco el género de la novela gráfica nos hace, pues, reconocer cómo nos ha influido como lectores desde hace ya siglos. Yo misma tengo por ahí una obra que es del siglo XIX, llamada Los rusos. Es una historia cómica, satírica, de Rusia hecha por Gustave Doré, nada menos. Han sido un camino paralelo al de las revistas ilustradas y son libros hechos en dibujos.

A mí, aunque me sigue interesando mucho lo que está circunscrito a la mera literatura, también me atrae aquello que se sale de lo exclusivamente literario; aspectos, por ejemplo, como los misterios de los números, profundamente ligados con la historia de la lengua, que está a su vez vinculada a la historia de la literatura. Comprender la historia de los números resulta, pues, en cierto momento pertinente para la literatura. Así, a medida que voy leyendo, voy estableciendo redes, y para mí esas redes son la trama sobre la que se va urdiendo el comparatismo, no digamos ya sólo la Literatura Comparada, restringiendo el fenómeno a la literatura.

La vigencia que en la actualidad sigue teniendo la Literatura Comparada quizá tenga que ver también con el auge de las nuevas formas de comunicación digital. Antes había mundos de los que no nos enterábamos; ahora, debido a la red, es más difícil no hacerlo. Entonces en la medida en que el mundo entra en tu conciencia, tu conciencia se tiene que ir ampliando y eso se aplica en todo lo que haces. Porque ya la torre de marfil no existe. Se derrumbó hace tiempo. Ahora, a pesar de que hay un exceso de información no significativa, hay una gran parte de la información sí es significativa y pertinente, y depende de nosotros lo que hagamos con ella.

En la Facultad hay diferentes personas que hacemos Literatura Comparada. Está por supuesto Luz Aurora Pimentel, quien tiene un gran peso porque ha escrito mucha teoría, muy bien fundamentada y sus libros circulan mucho. Pero aun sin denominarse propiamente comparatistas, yo diría que gran parte de la gente que se aglutina, por ejemplo, en torno al seminario permanente de traducción, comparte con Luz Aurora  –además del hecho de haberse formado en las letras inglesas– una cierta exigencia teórica que bien puede vincularse con la comparatística. Entre ellos están Charlotte Broad, Argentina Rodríguez, Federico Patán, Marina Fe, Mario Murgia, y Eva Cruz. Y aunque yo soy la única que viene de francesas, reconozco que todos ellos también tienen una formación bastante más amplia que la de su especialidad. Charlotte trabaja en inglés, pero no necesariamente se ocupa sólo de ingleses; Federico es versado en letras españolas e inglesas; Marina hizo francesas, inglesas y teatro; en fin. Creo además que el área de la Literatura Comparada ahora está bien representada por otros profesores del perfil de Gabriel Weisz, Ana Elena González, Irene Artigas,  Susana González Aktories, Laura López Morales, Nair Anaya o Claudia Lucotti, por mencionar sólo a algunos. Además de la Facultad, existen otros lugares en donde se sistematiza la interdisciplina, por ejemplo, en el Centro de Estudios Interdisciplinarios en Ciencias y Humanidades (CEICH), fundado por Pablo González Casanova hace más de treinta años, y ya era interdisciplinario en ciencias y humanidades. Se hace más sociología, sociología política, historia política, pero también se hace literatura. Por otro lado, no hay que olvidar el Instituto de Investigaciones Filológicas, en particular el Centro de Poéticas, donde trabajan aspectos muy interesantes de tipo comparatista Esther Cohen, Cristina Múgica o Luisa Puig. Hay varios más, sin duda, pero hablo de quienes conozco mejor. Cristina y Luisa, por ejemplo, fueron mis alumnas, y desde entonces me interesa lo que hacen. Pero siento en general que falta comunicación entre los que nos dedicamos a esto. En el Centro de Estudios Literarios de El Colegio de México teníamos hace años reuniones semanales en las que todos hablábamos de lo que estábamos haciendo: cada sesión alguien leía lo que hacía, el proyecto en el que estaba, la tesis que escribía. Todos sabíamos qué hacían los demás e intercambiábamos ideas, había crítica. Y aunque algo similar siguen haciendo en el Centro de Poéticas, la cosa se ha diluido; y en nuestro seminario de traducción, aunque procuramos que todos lean las traducciones y todo mundo opine, vemos que esto ya sólo sucede en un marco muy acotado.

El intercambio directo en estos foros se ha sustituido por la publicación y difusión más amplia de los trabajos que cada quien realiza de forma individual. Y esto se ha dado gracias a órganos y revistas como el Anuario de Letras Modernas y Poligrafías, que deberíamos tomar más en cuenta. Pero estas publicaciones de la UNAM han tenido un grave problema, que es el de la difusión. Probablemente lleguen a nuestras manos de forma interna, pero en general no han trascendido, porque la Universidad no distribuye sus publicaciones. Lo mismo puedo decir de Acta poética, del Instituto de Investigaciones Filológicas, o de la Revista de la Universidad.

Creo que algo que deberíamos resolver hoy en día, no sólo para los de Literatura Comparada sino en general, serían los problemas de comunicación que hay entre todos nosotros, y además encontrar nuevas formas de integrar en el diálogo a la gente que nosotros mismos hemos formado. El afán por parte de la UNAM de sistematizar la información que generamos, tal vez podría transformarse en una red que nos ayudara al menos a ponernos al día de lo que hacen los demás, si no es que incluso nos permita recuperar el contacto e incentivar el intercambio. No dudo que esa información se podría capitalizar, por lo menos, para decir “¡oigan, miren la productividad que tenemos en este campo!”, y para ayudar a difundirla de forma más eficaz.