En charla con Ana Elena González Treviño

Tiendo a asociar mi primer contacto verdadero con A todos los asistentes nos dieron tres pesados volúmenes de fotocopias con material bibliográfico de vanguardia en ese momento (c. 1991). Fue ahí que tuve un primer contacto con el enfoque neohistoricista para el estudio de la modernidad temprana, que hasta entonces se había llamado Renacimiento. En particular, recuerdo un estudio de Stephen Greenblatt sobre Otelo cuya lectura fue tan refrescante en el contexto de la crítica shakesperiana, que cambió mi enfoque crítico para siempre.

El carácter interdisciplinario de la Literatura Comparada rompía con el hermetismo de la nueva crítica que todavía se respiraba, y dominaba, en las aulas universitarias. No sólo eso: tomar en cuenta la historia, con hache minúscula, para la interpretación de obras literarias, es decir, no las grandes narrativas nacionales sino las anécdotas, las historias domésticas que se hallan en documentos no oficiales, abre un campo de interpretación inagotable. Mi interés por el siglo XVII se vio incrementado a la enésima potencia, lo mismo que mi voracidad para explorar material que según la investigación filológica tradicional no se valoraba por no ser “literario”.

De aquí, fue inevitable el paso al estudio de la materialidad del texto, así como el contexto original en el que surge y se difunde. Disciplinas como la historia, la sociología y la bibliografía analítica o crítica textual cobraron una importancia enorme en mi estilo de hacer investigación; mejor dicho, se volvieron indispensables. Todo ello apuntaba hacia una concepción más general de la producción literaria, y un punto de vista más amplio: el de la cultura.

Fue en el seno de la Literatura Comparada donde surgieron también los estudios culturales, pues ponen en tela de juicio la valoración tradicional, meramente estética de las obras literarias y rompen la división entre la llamada alta cultura y la cultura popular. Desmontar esta jerarquización del conocimiento y sus objetos de estudio abre un vasto campo teórico para investigaciones mucho más relevantes, menos hegemónicas, para cualquier contexto particular.

A la vez, los programas de estudio de mis cursos se transformaron; además del material canónico, incluí cada vez más material no canónico, y le di importancia al soporte material de los textos –cada vez más accesible a través de las espléndidas bibliotecas digitales de textos antiguos y que la UNAM se ha preocupado por adquirir—, así como al material “no literario” (prólogos, dedicatorias, catálogos, etcétera). Desde entonces enseño acerca del carácter crucial de estas consideraciones para justificar la lectura de textos ingleses en el México de hoy. No se puede conocer, por ejemplo, la representación de los aztecas en la Inglaterra y Francia de los siglos XVII y XVIII sin acercarse a documentación en donde se combina lo histórico con lo literario, y que revela el carácter sesgado de las prácticas culturales de la representación. Entender estos conceptos es de suma relevancia para la formación de los alumnos que al egresar se insertan en áreas laborales tales como la administración de la cultura, la docencia, la traducción y la edición de textos.

En cuanto a la trayectoria de la Literatura Comparada en la UNAM, desde mi punto de vista he percibido todavía una cierta rigidez en cuanto a la inclusión de temas que se consideran no literarios, aun cuando su comprensión sea determinante para la investigación literaria. Yo propondría en ese sentido fortalecer el área de la teoría cultural, que abarca tanto a la literatura como a otras disciplinas, para no cerrar los campos de investigación solamente a la teoría literaria, pues la mera distinción entre una y otra en determinados contextos ya resulta improcedente. Los antiguos diccionarios de teoría literaria ahora son siempre de “teoría literaria y cultural”; borrar el segundo término es una grave omisión. Los estudios culturales han desarrollado una riqueza de pensamiento tal que posibilita la fusión interdisciplinaria, así como un replanteamiento del “terreno común”, la tierra prometida de la Literatura Comparada.