Lena Abraham: «La tradición de la crisis: una historia de vida»

Lena Abraham

(Alumna de la Maestría en Letras, Literatura Comparada)

Al parecer, el bautismo de la Literatura Comparada hacia fines del siglo xix no tuvo buena estrella. Digo “bautismo” y no “nacimiento” puesto que los estudios literarios de carácter comparatista ya se venían realizando desde tiempo atrás, como reconoce uno de sus propios fundadores, Joseph Texte, aunque al comparatismo en literatura no se le consideraba un método propiamente dicho. Por ello, fue hasta ese momento, hasta su instauración en las universidades, que recibió oficialmente el nombre de Literatura Comparada. Ahora, a más de cien años de haber recibido su fe de bautismo, ha dejado atrás los pañales, que no la noción de crisis. Parece que ésta la ha perseguido durante su infancia, adolescencia e incluso hasta la edad madura. Pero regresemos a los inicios. Una infancia difícil: la primera crisis La nueva criatura apenas estaba dando sus primeros pasos vacilantes en el ámbito académico, cuando Benedetto Croce expresó severas críticas acerca del estilo de educación que los padrinos de bautismo iban trazando para la joven asignatura. Su primer reparo se refería al hecho de pretender delimitar toda una disciplina con un método tan vago como el “comparativo”, empleado por casi todas las ramas de las ciencias contemporáneas —era el auge del comparatismo, a principios de siglo habían salido ya “la Anatomie Comparée de Cuvier, entre 1800 y 1829, la Physiologie Comparée de Blainville (1833) o la Embryogénie Comparée de Coste (1837)” (Llovet: 347)— y en la vida cotidiana misma. De igual forma, notó que, más que crear un ser independiente, lo que perseguían sus protectores era lucirse a sí mismos: fabricaban estudios enciclopédicos que buscaban ambiciosamente desplegar la propia erudición, más que dejar respirar y hablar a su crío y al propio texto literario. Estos aparatos bibliográficos se le antojaban un ejercicio sumamente árido, que no aportaban nada al entendimiento de la obra literaria y dejaban de lado el momento creativo, el carácter único de cada texto en particular. Y por lo demás, si de elaborar una historia exhaustiva de la exterioridad de la obra se trataba, no era necesario inaugurar un nuevo campo. Advertía que más que una creación nueva, inédita, innovadora e ingeniosa se trataba de un producto incestuoso, un mero clon de sus progenitores sin la necesaria recombinación de material genético: seguía siendo historia de la literatura, con la añadidura pleonástica de “comparada”. Por tanto, reprochaba el italiano, la selección del nombre había sido sumamente errónea desde un principio; esta criatura, tal como la estaban cultivando sus protectores, no pertenecía al dominio de los estudios literarios, sino al comentario bibliográfico, o se podía clasificar simplemente dentro del reino de la historia de la literatura. En consecuencia, no se había descubierto una nueva especie, sino sólo re-etiquetado al orden de los estudios literarios dedicados al devenir histórico. El segundo gran «anunciador de incendio», como acertadamente los llama Jordi Llovet (353) siguiendo el vocablo acuñado por Walter Benjamin, fue Arturo Farinelli. Desde la desilusión de entreguerras vio confirmado lo que se venía perfilando desde antes: en lugar de contribuir a un mejor entendimiento entre las naciones europeas, los estudios comparatísticos adquirían un componente cada vez más patriótico (Llovet: 356) y no dejaban de exhalar ese tufo nacionalista ya advertido desde sus primeras manifestaciones. Los supuestos internacionalistas abusaban de la nueva criatura para enaltecer la literatura propia y señalar las deudas de las demás con las grandes obras de producción nacional. Una adolescencia traumática: la segunda crisis de identidad Pese a esta niñez algo enrevesada, en opinión de muchos, la comparatística llegó relativamente intacta, gozando de bastante buena salud, a la adolescencia (como es bien sabido, uno de los momentos cruciales para el desarrollo de la personalidad); y ello tan sólo para verse expuesta nuevamente a serias críticas. En esta ocasión, fue René Wellek quien puso el grito en el cielo al observar que las advertencias de Croce, Farinelli y otros habían caído en saco roto y la Literatura Comparada seguía padeciendo de los mismos males de siempre. En su ponencia de 1958, titulada significativamente “La crisis de la Literatura Comparada”, le diagnosticó no sólo una severa crisis, sino una condición tan precaria que se hallaba al borde del autoaniquilamiento. Y esta agravación no se debía a ningún factor novedoso; la comparatística simplemente seguía arrastrando los vicios de su comienzo ya apuntados por Croce: su incapacidad de “establecer un objeto diferenciado y una metodología específica” (Wellek, cit. en Llovet: 358). La desilusión de Farinelli con las letras tampoco se pudo superar, al contrario; después de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, quedaba más que evidente el error en el que habían incurrido los humanistas al creer que el internacionalismo podría lograr que las naciones europeas superaran sus diferencias; no sólo la Literatura Comparada estaba en crisis, sino la idea misma de Europa. Tras décadas de existencia y desarrollo, después de los severos señalamientos de Croce, Farinelli y otros, la Literatura Comparada seguía profundamente marcada por sus raíces decimonónicas: el positivismo, el cientificismo, un “falso y pernicioso historicismo” (Wellek, cit. en Llovet: 359) enfocado en rasgos externos a la obra y una obsesión genética por la explicación causal de orígenes e influencias. Ante este panorama tan desolador, Wellek se opuso a seguir cultivando a este engendro raro de la misma manera que se venía haciendo desde décadas atrás. Y por el contrario, abogó por resolver esta crisis de identidad abandonando el término tan adulterado y sustituirlo por “estudio de la literatura” o “investigación literaria”. Esta mudanza de nombre debía ir de la mano con un cambio de personalidad: en lugar de seguir perpetuando (o agravando) los malos hábitos de los acercamientos caducos, la renovada disciplina debía centrarse en el hecho literario y además constituir un ejercicio crítico, no meramente una acumulación de datos eruditos. Para fortuna de la disciplina, esta vez los llamados de alerta no fueron del todo desoídos. Con el New Criticism anglosajón, la estilística, el formalismo ruso, el estructuralismo checo, entre otros, vivieron un auge las corrientes y teorías que privilegiaban el texto frente a la personalidad del autor y sus influencias, lo cual llevó a un desplazamiento hacia el fenómeno literario en sí y una fuerte labor de teorización sobre el mismo. La edad madura: la crisis continúa En 2004, a más de cien años del nacimiento oficial de la comparatística, Claudio Guillén se suma a los reproches de sus predecesores cuando critica el nombre con el que se bautizó al área de los estudios en cuestión: “Literatura Comparada” constituye “una etiqueta convencional —y bastante lamentable, puesto que en todas partes nadie para de comparar—”; pero, aunque poco afortunado, el término resulta funcional, ya que se ha establecido como el vocablo “con que se designa el conocimiento sistemático y el estudio crítico e histórico de la literatura en general, a lo largo y a lo ancho de un espacio literario mundial.” (11) Parecería entonces que —finalmente— las continuas crisis y críticas se desvanecieran; el problema era un mero asunto de nombre, poco feliz, pero su portadora tenía bastante buen aspecto. Mas no es así; también para el español el inconveniente va más allá de una simple cuestión terminológica. Curiosamente, aunque ambos comparten la noción de una severa crisis de la comparatística, Wellek y Guillén no coinciden en lo que a la ubicación temporal se refiere. Muy al contrario del estudioso checo, para Guillén, “los cuarenta años que señalo, de 1945 a 1985, grosso modo, constituyeron la Edad de Oro de la Literatura Comparada” (12), mientras que, según él, el verdadero agravamiento tuvo sus inicios apenas en los años 80 del siglo xx. No es que se registre una tendencia regresiva en la producción de estudios literarios comparados (en este sentido, nuestra criatura goza de excelente salud). De hecho, señala Guillén, se observa una expansión hacia las antiguas periferias de la investigación literaria que muestran trabajos comparatísticos de extraordinaria calidad, perspicacia y originalidad. También en sus tradicionales centros (Europa, Norteamérica) la Literatura Comparada permanece firme, pero los resultados ya no son de la misma vitalidad debido a una confusión de campos, de responsabilidades: en el periodo señalado, los estudios comparados empiezan a inclinarse hacia la acción social y política —con indudable valor pero, justamente, social y político, no necesariamente literario o de crítica literaria. Guillén lamenta que en las últimas décadas la comparatística se haya malinterpretado como un cajón de sastre, en el que todo cabe y todo se vale; y al igualar todo, se cierra la posibilidad a la comparación, puesto que, para poder hacer afirmaciones un poco más elaboradas e interesantes que A = A, es necesario que se opongan dos elementos, por lo menos mínimamente distintos el uno del otro. Dentro de este panorama general, le duele particularmente la situación de su país natal, que parece negarse al enfoque supranacional de los estudios comparados para seguir escudándose en la cerrazón de un «hispanocentrismo español». La tradición de la crisis: ¿señal de fracaso o virtud? Después de este breve recorrido por la historia de vida de la Literatura Comparada notamos que su trayectoria ha sido marcada profundamente por la experiencia de crisis desde la cuna hasta la edad madura. Observamos que esta crisis parece haberse convertido en el padecimiento crónico de la comparatística; de ser una condición pasajera, se ha instituido como una tradición. Si consideramos que se trata de una crisis existencial, dado que no sólo cuestiona uno que otro detalle superficial del área, sino que ataca sus fundamentos mismos y cuestiona su razón de ser dentro de los estudios literarios, cabe preguntarnos ¿de qué manera se justifica la conservación de una existencia aparentemente tan fracasada? ¿Qué es lo que, hasta la fecha, ha impedido su autodestrucción, a pesar de ataques tan cuantiosos y graves desde sus propias filas? En la vida real, en lo tangible, no notamos realmente esta crisis; hay un número considerable de instituciones, carreas universitarias, revistas, publicaciones, congresos y otros asuntos dedicados a la Literatura Comparada. ¿Será entonces que así es como se presenta una disciplina en crisis, al borde del suicidio (o de la eliminación a mano de otros)? Quizás porque dentro de esta tradición de la crisis hubo —y hay— también una serie de aciertos, opacados por la sensación de eterna precariedad, de cierta desorientación, causada por el carácter todavía para muchos inconcluso de este proceso de formación de la identidad. Finalmente, lo que no nos mata nos hace más fuertes; por lo visto, de todos estos trances que la Literatura Comparada tuvo que enfrentar, más que debilitada, salió bastante fortalecida. Después de los reproches de nacionalismo, por ejemplo, la comparatística encontró nuevos padrinos que empezaron a sacarla del limo chauvinista y darle un giro diferente. Uno de los estudiosos que se ocupó precisamente de estos yerros de la más temprana edad, del enfoque imperialista y colonizador de la Literatura Comparada, fue Edward Said, iniciador de los estudios poscoloniales. Como buen terapeuta, Said no se queda en el lamento de los errores del pasado, sino que propone aprovechar el descubrimiento de éstos para un nuevo ejercicio consciente de análisis y acercamiento entre Occidente y Oriente, una herramienta de estudios literarios emancipados que ya no buscan reafirmar el canon de siempre, la superioridad de las grandes obras de la literatura universal, cuyo universo finalmente se ve reducido a sus límites reales: la tradición occidental. De ahí que Guillén elogia con justa razón los estudios comparados que exploran un acercamiento supranacional — que ya no internacional—, que lanzan la mirada más allá de las fronteras, plantean el reconocimiento del otro como otro, no como mera imitación de lo propio, y, en el encuentro con el otro, y al mismo tiempo el conocimiento de sí mismo. Este enfoque pretende explotar el vaivén entre los dos polos que Guillén ha denominado con tanto acierto lo uno y lo diverso; ya no se aspira ni a resaltar las diferencias (a fin de marcar la propia superioridad) como tampoco se trata de caer en el otro extremo, ese universalismo que arrasa con las peculiaridades de la expresión singular y única. Otro giro que ha tomado la comparatística como respuesta a las declaraciones de crisis corresponde a un mayor rigor académico, ya no en el sentido del cientificismo positivista del siglo xix, sino en lo que a sistematicidad y claridad conceptual se refiere. Esta preocupación se deja ver, por ejemplo, en una animada discusión en torno los estudios de corte tematológico. Ello no quiere decir que hoy se hayan superado las diferencias en cuanto a la terminología en esta área; me parece, no obstante, que el tino y los logros se manifiestan justamente en el intercambio respetoso y enriquecedor, no tanto en el imperativo de llegar a la unanimidad absoluta. Es probable que este desarrollo se deba, no en última instancia, a los reclamos de Wellek y su preferencia por la teoría literaria. Desde mi punto de vista, este auge de la(s) teoría(s) de la literatura que generó dicha crítica, más que perjudicar o marginar a la comparatística la estimuló. El florecimiento de la teorización sobre asuntos estrictamente literarios no debería interpretarse como un fenómeno opuesto, en pugna e incluso competencia con los estudios comparados. Podría verse más bien como otra aportación a un objetivo común. Al final, la comparatística se ha visto altamente beneficiada por las herramientas analíticas y conceptuales que aportaron los diversos enfoques teóricos a la investigación y crítica de la literatura. Por otro lado, los estudios literarios generales tienen una deuda más con esa especie de bastardo: un acercamiento mucho más sistemático a las relaciones entre la literatura y discursos y expresiones no literarias, como pueden ser obras pertenecientes a las demás artes o textos o fenómenos culturales de diversa índole. (Sin perder de vista, claro está, las mencionadas advertencias de Guillén.) Si a esta pequeña selección de aciertos dentro de la vida fracasada juntamos la considerable presencia de la Literatura Comparada en las universidades, los centros de estudios literarios, la existencia del programa de posgrado, tanto a nivel de maestría como de doctorado, en la misma UNAM, la cantidad y envergadura de los estudios que cada año se publican en este campo, nos damos cuenta de que el niño problema parece haber levantado la cabeza. Nos encontramos con que la disciplina de la eterna crisis constituye un área mucho más sólida de lo que pudieran hacernos creer los tradicionales lamentos y manifestaciones de crisis existencial. Sólida sí, aunque tal vez no al grado de la firmeza monolítica de otros campos de los estudios literarios, pero cabe preguntarnos si esta solidez tan pronunciada realmente es de desear. Solidez y firmeza forman un carácter imperturbable, otorgan seguridad y prestigio; sin embargo, no hay que olvidar tampoco que a la vez pueden llevar a la inmovilidad, la inflexibilidad y el dogmatismo. La Literatura Comparada, en cambio, al no contar con esta rigidez, constituye una invitación a explorar, a ir siempre más allá de lo dado o ya dicho, a revisar y reformular posturas y planteamientos. Este carácter inconcluso se ha entendido muchas veces como un defecto, pero me parece que es precisamente aquí, en este modo de ser abierto, donde reside la fuerza de los estudios comparados. Por ende, en lugar de seguir lamentándonos de la crisis sin fin, deberíamos interpretar esta trayectoria no siempre sencilla como la tradición de un constante y saludable cuestionamiento del propio quehacer, lo que convierte la Literatura Comparada en una disciplina en movimiento, en permanente renovación y cambio, en otras palabras, un área sumamente actual y viva. Noviembre de 2012 Referencias Croce, Benedetto: “La literatura comparada.” En: María José Vega y Neus Carbonell (eds.): La literatura comparada: principios y métodos. Madrid: Gredos (1998), pp. 32-35. Guillén, Claudio: Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la Literatura Comparada (Ayer y hoy). Barcelona: Tusquets, 2005 [1985]. Llovet, Jordi et al.: “Literatura comparada.” En: Teoría literaria y literatura comparada. Barcelona: Ariel, 2005, pp. 333-401. Texte, Joseph: “Los estudios de Literatura Comparada en el extranjero y en Francia” y “La literatura comparada” En: María José Vega y Neus Carbonell (eds.): La literatura comparada: principios y métodos. Madrid: Gredos (1998), pp. 21-5 y pp. 26-31.