Un retrato de fantasmas. Reseña de Daniel Arce García

Hélène Gaudy
Un mundo sin orillas
Tusquets
Trad. de Javier Albiñana
Barcelona, 2021
248 pp. (e-book)

El 11 de julio de 1897, tres hombres partieron de la isla del Danés en el archipiélago de Svalbard, un cúmulo de rocas y glaciares ubicado al norte de Noruega, rumbo al polo norte. Era un trío sueco: el ingeniero Knut Frænkel y el fotógrafo/científico Nils Strindberg, liderados por el físico, aeronauta y excéntrico Solomon August Andrée. La empresa en sí misma no era nada nuevo, el siglo XIX había visto desfilar una nutrida lista de expediciones más o menos serias con el mismo objetivo: la de Sir Edward Parry en 1827, la del Polaris en 1871, el Jeannette en 1879 y la del noruego Fridtjof Nansen, concluida apenas un año antes de que los suecos partieran de Svalbard, por nombrar algunas. Lo diferente, en este caso, sería el método. Andrée pensaba alcanzar el polo sin tocar el suelo, a bordo de un enorme globo de hidrógeno llamado Örnen (Águila), supuestamente maniobrable a través de un sistema de cuerdas y contrapesos.

Los nombres de Andrée, Strindberg y Frænkel no son muy recordados hoy en día por razones fáciles de adivinar: fracasaron. Escasos minutos tras despegar, el globo ya iba rozando el agua, forzando a los hombres a tirar por la borda 200 kg de arena, además de los 500 kg de cuerdas y pernos que se zafaron al instante. Sin este peso, Andrée y sus compañeros estaban a la merced del viento. Por 30 años, nadie supo su destino.

Un mundo sin orillas ―quinta obra narrativa de la francesa Hélène Gaudy, por la cual fue preseleccionada para el Prix Goncourt 2019― es una novela basada en la historia de la malograda expedición de Andrée, excepto que no lo es realmente, o no del modo esperado. La razón por la cual me permití relatar tanto de lo sucedido al iniciar esta reseña es que el desenlace de la expedición no es, en realidad, el destino del relato urdido por Gaudy, sino su punto de partida. Los sucesos concretos y secuenciales de la trama de la expedición son secundarios; lo que está en el centro es una exploración sensible del vacío dejado por estos hombres a su partida, así como su gradual transformación en una presencia fantasmal, documental, fotográfica, por medio de la cual podemos reconstruir, intuir y asomarnos brevemente a su fortuna, pero nunca aprehenderla por completo.

Si acaso hay una pareja protagónica en Un mundo sin orillas, es la formada por Nils Strindberg y su prometida, Anna Charlier. En el ártico, él guarda su fotografía y le escribe cartas que no puede enviar. En Suecia, ella queda atrapada en una espera agria, cada vez más sumida en el desencanto de ser viuda sin haber sido esposa, condenada a una vida a medias. El corazón dramático de la novela se constituye en torno al juego entre estas dos voluntades que danzan en círculos sin poder tocarse. Alrededor del amor trágico de Nils y Anna, la novela teje un mosaico de deseo, pérdida, fracaso sublime e hibris en la historia de las expediciones polares del siglo XIX y comienzos del XX, la llamada edad heroica de la exploración en estas regiones, cuando tantos buscaron la gloria en un abismo fútil, terminando por hacer de los polos un análogo de todo anhelo imposible o autodestructivo. Así, en el universo propuesto por Gaudy, la distancia entre los tres suecos y el cáliz hueco del polo es hecha equivalente a la separación entre los amantes, a la negra sima entre la idea del heroísmo y su consecución, o bien al insondable golfo entre las personas y nuestra memoria de ellas, congelada en meras imágenes y papeles.

Subyacente a su narración del viaje de Andrée y otros intentos desventurados de conquistar los límites del planeta, la novela plantea una crítica melancólica al gran proyecto de la modernidad: el ordenamiento del mundo, su completa medición, clasificación y posesión humana. Podemos pensar que estamos por encima de la naturaleza, que la sobrevolamos, observadores omnipotentes, como los suecos pensaban hacer en su globo, pero al final Gaudy afirma que nuestras limitaciones y el poder del mundo terminará por pasarnos por encima, deshaciendo las cercas y borrando los letreros que erigimos para segmentar y comprender las cosas. Sin embargo, los escombros del naufragio también tienen valor: a la manera de Barthes, Un mundo sin orillas subraya con insistencia la facultad de la fotografía, en particular, para captar algo de la herida fundamental que hay en el fondo de las cosas, permitiendo su reconstrucción por miradas curiosas como la nuestra.

Asimismo, resulta de interés la reapropiación y puesta en contexto de los diarios del expedicionario Andrée. En su momento, el aeronauta buscó dejar un testimonio escrito donde no se notaran las grietas que el viaje iba haciendo en su ánimo y en su cuerpo, aferrado hasta el fin a las nociones de heroísmo estoico del siglo XIX. Al utilizar estos escritos en paralelo con reconstrucciones especulativas del desmoronamiento moral y físico sufrido por otros exploradores polares, y seguramente también por los suecos, Gaudy transforma a Andrée en una especie de antihéroe trágico: un hombre atrapado en la expectativa de su propia gloria, incapaz de asimilar el fracaso o, por lo menos, de hacerlo parte del relato escrito de sus días finales. Esta brecha entre lo escrito, lo imaginado y lo vivido conduce a una reevaluación del heroísmo como noción cultural que, a veces, estorba más de lo que inspira.

El resultado, más que una novela histórica, es una ficción documental conmovedora que también funge como un ensayo sobre las posibilidades del recuerdo y sus materializaciones, desarrollada en un estilo descriptivo y paciente cuya belleza a veces llega a lo arrebatador, si bien puede tornarse repetitivo en otros momentos, sobre todo si el lector ya conoce el rumbo de las historias clave de la exploración polar insertadas aquí como ejemplos bellos, pero secundarios.

Con todo, el planteamiento de Gaudy resulta exitoso gracias a su aguda inspección de los mecanismos mediante los cuales una persona puede convertirse en el espejismo de sus propias ilusiones y, luego, un fantasma para el consumo visual y estético de otras épocas; una visión nostálgica bien sustentada por su utilización versátil del paisaje polar como escenario sublime, pero también como personaje activo en la historia del desgraciado Andrée y sus compañeros, además de un espacio alegórico que logra representar la nada vacua de la que siempre creemos escapar y, a fin de cuentas, siempre nos alcanza.